En aquellas frías e interminables tardes de esos años, a la salida de los colegios nunca faltaba a su cita con los chavales que pasábamos cada día bajo su balcón.
Se entablaba rápidamente un fluido coloquio entre los de la calle y el del balcón, en el cual se trataban variados temas, como las preferencias sexuales de unos y otros, menciones apasionadas siempre relacionadas con funciones fisiológicas, sobre los difuntos próximos de los de abajo, cuestionándose indefectiblemente, por parte del plumífero, la honorabilidad de las señoras madres de los de abajo.
El Loro (sí, con mayúsculas) demostraba con su diestro manejo del lenguaje, adecuado a la ocasión, que disfrutaba de un entregado pedagogo que, a full time, debía vivir dedicado a la puesta al día del vocabulario de su aventajado pupilo.
En El Puerto de Santa María siempre se dieron loros famosos. Escritos hay de aquel loro aflamencado, en el S. XIX que al oir palillos o castañuelas en los tonos de zapateado, fandando, boleras y otros, se alegraba, gritaba e incluso bailaba llevando el compás de la música con sus patitas.
O el loro que tenía Alberti en su casa de Las Viñas, que al llegar un camarada le cantaba los primeros compases de La Internacional.
Cuando paso por la calle Alquiladores, mis ojos a través de sus gafas de vista cansada, siempre se dirigen a ese balcón hoy vacío y si bien no una oración, sí que le dedico al Loro de la calle Alquiladores una sonrisa.
Y sigo mi camino esperando oír tras de mí una voz aguda y chillona que me diga: ¡¡Hijo de p**a!!
Con permiso de José María Morillo para Diario de Cádiz
1 comentario:
Tu artículo del loro de mi calle, de la calle Alquiladores, me ha recordado a su ama, que me dedicaba una sonrisa a las tres de la tarde cuando salía de casa camino del colegio, con mi maleta al hombro.
Publicar un comentario